miércoles, 11 de agosto de 2010

Daniel Pennac, "Mal de escuela"

Daniel Pennac, Mal de escuela, traducción de Manuel Serrat Crespo, Mondadori, Barcelona, 2008.

El escritor francés Daniel Pennac se hizo, hace unos quince años, extraordinariamente popular entre los interesados en la didáctica de la literatura por un ensayo titulado Como una novela. En él realizaba un encendido elogio de la libertad del lector frente a la tiranía del deber de leer, apostando por un cambio de rumbo en la enseñanza de la literatura que supusiese sustituir una supuesta visión reverencial de las obras literarias por otra centrada en el diálogo abierto, lúdico y libre entre el lector y la obra.

El libro de Pennac, que coincidió históricamente con la extensión académica de una corriente de estudios literarios denominada estética de la recepción y, aquí en España, con la reforma educativa implicada en la Logse, tuvo dos consecuencias de muy distinto signo. Tuvo, por un lado, la consecuencia positiva de abrir el canon de lecturas con el objeto general de promover la lectura entre los jóvenes, antes que promover la lectura de unas determinadas obras, que es lo que se vendría haciendo hasta el momento. Pero tuvo también una consecuencia negativa, en tanto que degeneró en una visión de la literatura excesivamente opuesta a la tradicional; muchos encontraron en el libro un apoyo para convertir a la literatura en un simple entretenimiento, vaciándola por completo de sus valores estéticos, intelectuales y lingüísticos. En cierto sentido, el extraordinario auge de la literatura infantil y juvenil en estos últimos años debe mucho a esta obra de Pennac.

El Pennac de Como una novela, por lo tanto, era un Pennac subversivo: el típico escritor que dice algo que todos pensamos, pero que nunca nos atrevemos a llevar a la práctica. Además, era un Pennac peligroso, porque en su arrebato subversivo simplificaba aquello de lo que hablaba, y olvidaba que en literatura lo que nunca se puede hacer, precisamente, es simplificar las cosas. Con todo, la responsabilidad de Pennac es menor, probablemente, que la de algunos de sus lectores: está claro que muchos de ellos hicieron de su obra una lectura acrítica y, simplemente, se tomaron al pie de la letra algo que Pennac, probablemente, sugería que habría que tener en cuenta no solo en un contexto muy determinado, la enseñanza no universitaria, sino también con la idea que nunca con afán generalizador y, mucho menos, dogmático.

La capacidad de Pennac para dar en el clavo sigue presente en este nuevo ensayo que acaba de publicar, pero también el mismo tipo de riesgos que en el que acabo de comentar.

Pennac habla en Mal de escuela de los alumnos zoquetes. O sea, de los alumnos que no entienden. No de los que no estudian, ni de los que no quieren estudiar, ni de los que se portan mal, no: habla de los alumnos que portándose bien y teniendo interés, no entienden, no comprenden muchas cosas que se les explican o tienen que estudiar.

Lo interesante del libro es que Pennac habla en primer persona, porque, según nos cuenta, él fue uno de esos niños. Este es el principal golpe de efecto del libro, pues le permite demostrar de forma fehaciente su tesis principal: ser zoquete en la escuela no significa ser zoquete el resto de la vida. Pero en este golpe de efecto es donde está, precisamente, el principal riesgo de libro, que, como en el antes comentado, no es otro sino el simplificar las cosas.

Lo primero que habría que preguntarse, pues Pennac en el texto no lo precisa aunque su título, sin embargo, parezca dejarlo claro, es cuántos niños-zoquetes hay. Pennac llama mal de escuela (en francés en el original, Chargrin d’Ecole) a la condena que la escuela hace de esos niños, cerrándoles las puertas, a lo que parece, de su futuro solo porque en sus aulas no den la talla que se espera de ellos. ¿Dónde está el riesgo aquí? En el mismo sentido en que en su obra sobre la lectura su falta de precisión parecía dejar abiertas las puertas a hacer de la literatura un juguete, ahora Pennac deja puertas y ventanas abiertas a la posibilidad de que la escuela no sirva para nada, porque cualquier persona puede triunfar en la vida aun habiendo sido un zoquete en clase.

Pennac está, por lo tanto, simplificando las cosas por omisión, y cayendo en la trampa, también como le ocurría en el otro libro, de un determinado contexto cultural: aquí, ahora, el contexto de una sociedad que día a día nos demuestra a través sobre todo de la televisión que cualquier zoquete puede triunfar y ser alguien en la vida.

Por supuesto que Pennac no se refiere a ese tipo de triunfos, pero al hablar de sí mismo como el zoquete que se convirtió en profesor, parece como si quisiese decir: a fin de cuentas, eso quiere decir que lo que se ve en la escuela no tiene mayor importancia para el futuro.

Si nuestra intelectualidad educativa no estuviese ya tan atiborrada de lecturas geniales sobre cómo cambiar la educación, es probable que la lectura de esta obra de Pennac hubiese tenido, por lo que acabamos de ver, una consecuencia terriblemente negativa: en vez de asumir que el tipo de alumnos de los que habla Pennac es una minoría, asunto del que Pennac no se acuerda de tratar, se interpretaría que es la mayoría, por lo que habría que concluir que a la enseñanza actual habría que convertirla no en algo, mejor o peor planteado, que se le ofrece al alumno, sino en algo que dependa de lo que este pida.

Por lo demás, curiosamente, es probable que la que para mí es la idea más valiosa de su libro, pueda pasar inadvertida: Pennac nos dice que los profesores deben querer a sus alumnos. O sea, Pennac nos dice que antes de colgarse los disfraces de profesores y alumnos, hay que identificarse como personas, y establecer una relación de afectividad que luego pueda convertir la comunicación intelectual en algo no mecánico, sino profundamente humano. Que solo así es posible romper las barreras de incompresión que muchas veces hay entre unos y otros, y que solo así es posible dar un sentido pleno y profundo a la palabra educación.

Milan Kundera, "La ignorancia"

Milan Kundera, La ignorancia, traducción de Beatriz de Moura, Tusquets (Colección Maxi), Barcelona, 2009 (ed. or. 2000).

Esta novela de Kundera trata de aproximarse a las repercusiones anímicas que provoca en la vida de las personas el fenómeno de la emigración. El motivo argumental son las impresiones de una mujer y un hombre respecto de su experiencia como emigrados, específicamente de las que sienten al regresar circunstancialmente a su país de origen tras muchos años fuera de él.

La novela resulta completamente fallida y se lee, además, con una cierta sensación de asombro ante la impericia que demuestra un escritor tan afamado internacionalmente. Uno tiene la sensación de que todo el texto es un quiero y no puedo por parte de Kundera.

El principal problema de la novela es que es una novela de tesis. Una opción estética de este tipo, propia de hace más de un siglo, denota la autoconciencia por parte de Kundera de verse incapaz de poder enfrentarse a un tema sin dar gato por liebre, esto es, de poder pergeñar una historia que por sí misma sostenga, gracias al argumento y los personajes, ese tema. Así, pues, Kundera hace uso del recurso constante a la reflexión ensayística como forma de apoyar su narración en el principio de autoridad de que aquello de lo que nos habla no es ficción, con el objeto de dar profundidad, paradójicamente, a una historia de ficción que, al final, resulta ser una pálida ilustración, casi decorativa, de las ideas expuestas.

La novela naufraga por ambas partes: el valor de la reflexión filosófica de Kundera sobre el tema de la emigración y sus consecuencias, tanto para los que se han ido como para los que se quedan, es nulo. Es superficial, previsible, y lo peor que tiene es que parece desconocer por completo la potencialidad intelectual de sus lectores, que a buen seguro, como le ha pasado a quien esto escribe, se habrán quedado perplejos por el derroche de simplezas y lugares comunes expuestos. Por su parte, la historia de ficción que intenta ilustrar estas reflexiones se desarrolla por los mismos niveles de superficialidad y simpleza. No hay nada conmovedor, nada estéticamente deslumbrante, ningún hallazgo en materia de hechos y personajes que al lector le puedan llegar a sobrecoger o, cuando menos, que pueda llegar a guardar en su memoria. La extraordinaria inconsistencia del conjunto es tal que, al final, la novela se desvincula casi por completo del supuesto tema de la misma y deriva hacia una exposición de inocuas aventurillas de los personajes en un nivel puramente interpersonal.

Por lo demás, la confrontanción del título de la novela con su contenido refleja milimétricamente el fracaso del proyecto: una abstracción de ese calibre, vinculada a un tema de profundas repercusiones personales, sociales e históricas, es imposible que pueda ser tratada con solvencia en una novelita como esta con cuatro frases más o menos filosóficas y una historia deslavazada y trivial.

lunes, 9 de agosto de 2010

"Maestros antiguos. Comedia", de Thomas Bernhard

Thomas Bernhard, Maestros antiguos. Comedia, traducción de Miguel Sáenz, Alianza Editorial (Biblioteca Bernhard), Madrid, 2003.

Esta curiosísima novela trata de nuestra incapacidad para poder prescindir de la compañía de los demás. La novela está más bien planteada como una novela filosófica y así, dado que la trama es, aunque original, sumamente escueta, todo su contenido recae sobre el discurso, la verborrea realmente incontenible, histriónica, nihilista, repetitiva y pedante, del personaje central, un anciano crítico musical llamado Reger.

Tenemos, pues, de fondo, una pequeñísima y extravagante historia: un hombre llamado Atzbacher, el narrador, ha llegado antes de tiempo a una cita con ese Reger en el Kunsthistorisches Museum de Viena. Mientras espera, se dedica a observar al primero, que un día sí y otro no ha pasado las mañanas de sus últimos 30 años de vida sentado en un banco, reservado expresamente para él por un vigilante del museo llamado Irrsigler, que se halla situado enfrente del cuadro de Tintoretto titulado "El hombre de la barba blanca". Observa y recuerda. Durante, aproximadamente, una hora, recuerda algunas conversaciones con él, y la reproducción de las palabras de Reger constituyen, grosso modo, el contenido de la novela.

El discurso de Reger es hipercrítico, tremendamente destructivo con todo aquello que le resulta más próximo como persona: su país, Austria, y sus maestros antiguos, los artistas que le han acompañado a lo largo de su vida, tanto en el placer personal como en la dedicación profesional. Bernhard se luce, realmente, en la exposición de ese discurso: no solo por lo que dice sino por cómo lo dice.

Lo que dice no deja de ser una reflexión sobre la inherente imperfección humana y sus consecuencias para encontrar un asidero firme en nuestra vida. Solo el amor por otro ser, así su mujer muerta hacía un año, puede considerarse como lo único que da sentido a la existencia. Sin embargo, sobre esto hay una vuelta de tuerca hacia el final, cuando, emotivamente, Reger reconoce que la muerte de su mujer es lo que, paradójicamente, lo ha hecho ser libre, en tanto que lo ha liberado de sus ansias de hallar la perfección en la realidad, pues más allá de ella eso se plantea ya como imposible.

El cómo lo dice es a través de una expresión brutalmente directa y sin concesiones, reflejando la obsesiva intransigencia del hablante con una serie de reiteraciones y una construcción caótica de su discurso.

Se trata, en fin, de una novela curiosa. Es, probablemente, demasiado discursiva, en el sentido de ensayística, y donde la necesidad de dar una voz característica al protagonista impone, en muchas ocasiones, un contenido excesivamente redundante y algo disparatado, tanto que impide al lector el intuir qué es exactamente lo que se le quiere transmitir. Con todo, la reflexión de fondo está bien expuesta y resulta muy interesante.

Isidro Dubert, "Cultura popular e imaxinario social en Galicia, 1490-1900"

Isidro Dubert, Cultura popular e imaxinario social en Galicia, 1480-1900,
Universidad de Santiago de Compostela, 2007.

Una de las peores cosas que puede hacer un libro de ensayo es traicionar a su título. Este de Isidro Dubert es una lamentable tomadura de pelo al lector, que se ve traicionado por un apetecible título de índole descriptiva con el que luego nada tiene que ver el contenido de sus páginas.

Dicho con claridad, este libro no trata ni de cultura popular ni de imaginario social en Galicia. Por lo tanto, si algún lector despistado pretende leerlo con la intención de conocer algo más de ambos temas, puede ahorrarse la lectura, pues nada de eso va a encontrar a lo largo de sus, afortunadamente, escasas 200 páginas.


Pero, ¿por qué no va, entonces, este libro de lo que tenía que ir y de qué va, en realidad?

El libro tiene toda la pinta de ser un apresurado reciclado de trabajos del autor con el objeto de conseguir un determinado mérito académico. Por lo tanto, al no ser fruto de un objetivo intelectual bien definido y autónomo, se trata de un producto completamente desorientado y absolutamente vacío de interés antropológico.

Dubert envuelve su escrito con un título atractivo y lo presenta, en la introducción, con una disquisición teórica que parece anunciar una exposición científica, racional, de los principales rasgos de la cultura popular y del imaginario social en Galicia entre 1480 y 1900.

Sin embargo, de lo que único que habla luego el libro es de cómo la Iglesia intentó influir en ciertas costumbres campesinas que contravenían la moral y doctrina católicas. Lo espantoso del libro es que si algún esforzado lector consigue espigar algunos de esos supuestos rasgos culturales y de imaginario social entre tantísima paja como hay, al final en su cesta solo conseguiría reunir que a los campesinos les gustaba pasárselo bien en las tabernas, hacer fiesta mientras hilaban hasta altas horas de la madrugada y celebrar las defunciones con comida y bebida. A eso es a lo que le llama Dubert cultura popular e imaginario social en Galicia. Y a los intentos por parte de la Iglesia de entrometerse en ello
ofensivas.

Y no hay más.

Con todo, es tal la estupefacción que me ha provocado la lectura de este libro, que estoy por preguntarme si la obsesión que demuestra Dubert a lo largo de estas páginas en glosar como pelea cuasi apocalíptica la relación entre campesinado e Iglesia, no debe ser más que uno de esos frutos que produce la ofuscación provocada por cierta ideología en algunas mentes.

Teresa Moure, "A xeira das árbores"

Teresa Moure, A xeira das árbores,
Sotelo Blanco, Vigo, 2004.


Esta es la típica novela de la que se podría decir eso tan típico de que todo en ella suena a muy dejà vu (con todo, también es típico que, como ocurre aquí, en estos casos sea muy difícil precisar en qué otros lugares se ha leído algo parecido o igual...).

Sin embargo, la novela es tan insistente en su representación de estereotipos (personajes, situaciones...), que resulta que es por ahí por donde consigue convencer finalmente.

Dicho de otra forma, en principio la novela es una brillante y modélica exposición de todos los tópicos sobre la vida de la mujer de clase media y mediana edad en la sociedad actual. Obviamente, esto es una generalización y una hipótesis: ni todas las mujeres de clase media y mediana edad tienen la misma vida que la protagonista de esta novela ni es seguro que esa haya sido la intención de la autora. Pero el dejà vu al que antes me refería, y que no se sabe muy bien de dónde sale, parece respaldar esa hipótesis: hay en la novela como una especie de amalgama de motivos clásicos de reflexión de cierto feminismo (y que, en ocasiones, enlaza directamente con una reflexión machista, que a veces no se sabe bien dónde acaba una y empieza la otra...): la mujer caracterizada como género reflexivo, sentimental y atento a las palabras, frente al hombre impulsivo, egoísta y materialista; la mujer que al final carga con la casa a cuestas como un cuasi omnipotente caracol; la mujer que cuida a los hijos; la mujer que, además, trabaja; la mujer que lo puede todo; y, en fin, la mujer que no por eso tiene que ser una muerma o medio beata, sino una mujer liberada, con piercing incluido y, aun encima, atractiva... En fin, todo eso visto mil y una veces a retazos en novelas, revistas, películas, series de televisión, la vida...

No hay, pues, ni personajes, ni historia, ni situaciones originales. Sin embargo, y como decía, la novela resulta original por el descaro con el que un material tan conocido es tratado y ensamblado (algo que se consigue, en parte, gracias al excelente dominio del lenguaje del que hace gala la autora). Es tan brillante la digestión que se hace en la novela de todos los tópicos del tema, que al final uno casi tiene la sensación de que el personaje de Clara, la protagonista, consigue desembarazarse de esos corsés y aparecer ante el lector como una persona que tiene vida más allá de ellos. Ese es un logro muy a tener en cuenta.

Quizá una segunda lectura de la novela podría corroborar cierta impresión que tengo de que, igual, al final, Teresa Moure lo que ha querido es, precisamente, dinamitar una posible lectura en clave feminista de su novela. Porque, a lo mejor, ya no se trataría de describir a una mujer con vida interior compleja saturada de múltiples obligaciones sociales que como tal mujer le ha tocado cumplir, sino de sugerir que esa misma impresión de prototipo que se puede tener de Clara, no deja de ser más que una construcción social y que ella, al incorporar a su vida con coraje y, lo que es más importante, meditadamente, esas dificultades, termina como individuo por sobrevolar con naturalidad sobre todo ello, rompiendo con la posibilidad de que nadie venga a encasillarla.

O sea, nada menos feminista que eso.

martes, 9 de marzo de 2010

Sándor Márai, "El último encuentro"

Sándor Márai, El último encuentro,
Salamandra, Barcelona, 2000.

Tres aspectos llaman especialmente la atención en esta novela: en primer lugar, la intensidad y perspicacia de la larga reflexión sobre el sentido de la vida que se desarrolla a partir del capítulo 13, como consecuencia de otra sobre el sentido de la amistad; en segundo lugar, la brillante y detallista, aunque no pormenorizada, narración de los primeros ocho capítulos, hecha a través de una retrospección que facilita la integración de sus datos en la conversación (casi monólogo) que la sigue; y, por último, la conseguida integración de estas dos partes, genéricamente tan distintas, en un todo muy coherente.

Creo que todo lo anterior es más que suficiente para explicar por qué la novela resulta tan interesante de leer y por qué la impresión final es tan buena, casi de novela perfecta en un sentido técnico de la expresión.

Ahora bien, precisamente porque la novela da esa sensación de perfección, es por lo que el lector puede sentirse tentado de ponerle algunos reparos, aunque al final esto no hable sino a favor de la novela, que parece mantener su calidad a pesar de ellos. A mí se me ocurre uno, aunque en realidad terminen por ser dos.

El principal reparo que se le podría poner a la novela es el monopolio que ejerce sobre la historia el punto de vista de uno de los dos protagonistas, el general. Dicho de otra forma, aunque el texto intenta recordar al lector que el otro protagonista, Konrád, aunque pasivo durante el encuentro, confirma la narración y comparte la reflexión del general, no deja de resultar algo frustrante su silencio. Y más cuando, explícitamente, se niega a responder a una de las preguntas que atormentan al general... ¿Por qué se niega, además? El lector puede tener la sensación de que toda la minuciosa, brillante, racional e incisiva verborrea del general queda aniquilada ante el silencio del amigo. A lo mejor todo es aún más complejo (¿sencillo?) de lo que aquel se cree, algo que parece él mismo atisbar en las últimas palabras que le dirige.

Por otro lado, también resulta opaco el personaje de Krisztina. Como en el caso de Konrád, lo que sabemos de ella sólo lo sabemos por el general: no tiene ninguna autonomía más allá de los recuerdos de este. Nada sabemos, pues, de sus motivaciones.

Al final, se impone una perplejidad: resulta sorprendente que un alegato tan extraordinario sobre la amistad, como el que hace el general, se base en una narración de hechos tan "egoísta"...

sábado, 6 de marzo de 2010

John Boyne, "El niño con el pijama de rayas"

John Boyne, El niño con el pijama de rayas Salamandra, Barcelona, 2007.

Esta novela es, antes que nada, una estafa intelectual y una estafa literaria.

Intelectualmente, se ha vendido a la opinión pública una narración escrita específicamente para niños como una novela para adultos. En ninguno de los dos sentidos funciona, pero, en el segundo, el resultado es, sencillamente, un ejemplo prototípico de best seller, conformado por cuatro rasgos característicos: una historia superficial que se sostiene sobre una intriga absurda; un tema de fondo muy serio para hacer creer que hay algo de enjundia; unos personajes que apenas son esbozos de lo que son las personas; y una narración con ritmo y entretenida. En cuanto a su lectura por parte de niños o jóvenes, es tan equivocado el mensaje y la visión de la realidad que ofrece, que ni como mero entretenimiento se puede recomendar.

Desde el punto de vista estrictamente literario, la novela es una estafa porque el interés de la historia sólo se sostiene sobre un par de intrigas que, una vez resueltas, dejan a la novela bloqueada a efectos de una segunda lectura.

La primera intriga está relacionada con uno de los grandes atractivos que la novela tendría en un principio: la perspectiva de un niño sobre ciertos aspectos del nazismo y de la política de estos con los judíos. El problema es que no hay ninguna perspectiva, por la sencilla razón de que el punto de vista del niño solo lo es sobre aspectos puramente superficiales, esto es, lo que se nos narra no es la interpretación o reflexión que el niño hace sobre lo que ve, sino que simplemente se nos refiere que no sabe qué es lo que ve. Dado que el lector adulto a las diez páginas sí sabe de qué se trata, deja de tener el más mínimo interés que el niño lo sepa o no, pues dado que el discurso de este nunca termina de superar esa ignorancia, todo se reduce a eso. En cuanto a la lectura que podría hacer un niño de estas páginas, dado que aquello que el protagonista no sabe, nunca termina de mostrarse con un mínimo de rigor aceptable, el impacto que causa es, probablemente, el mismo que causa cualquier novela de misterio.

La segunda intriga, la causa de la desaparición final del niño, tiene un problema similar. Una vez que el lector se entera de cómo ha sido, deja de tener interés, por la sencilla razón de que la novela lo presenta como un sencillo fruto de una casualidad: da igual, por tanto, que haya sido así o que, por ejemplo, hubiese sido porque el niño se hubiese caído a un río. Así las cosas, dado que el protagonista llega a lo que llega gracias a una situación sencillamente inverosímil (dos niños en un campo de concentración que pasan por debajo de la alambrada como Pedro por su casa), que, a su vez, deriva en una lamentable confusión, la causa directa de su muerte queda convertida en una simple y curiosa anécdota, cuya fuerza significativa no tiene nada que ver con la novela, sino con los conocimientos históricos del lector (aunque, probablemente, solo del lector-adulto...).

Así, pues, nada de lo que se cuenta en la novela tendría el más mínimo interés si no supiésemos cuál es la realidad histórica que subyace, pero la novela, al ocultarlo y convertirlo en un simple recurso de intriga, lo despoja de todo su valor y profundidad, dejándolo en la nada más absoluta.

En consecuencia, se trata, también, de una estafa intelectual porque no solo no ofrece ni una sola nueva perspectiva literaria sobre el holocausto, ni una sola reflexión, ni un solo pensamiento medianamente interesante al respecto, sino porque lo trivializa al reducirlo a un simple pretexto para desarrollar una intriga vulgar, para la que podría haber empleado cualquier otro motivo de misterio sin que nada cambiase.

Esto es, precisa y exactamente, lo peor de la novela (razón de peso para evitar por todos los medios que caiga en manos de cualquier adolescente): el uso que se hace en esta novela del holocausto, que queda aquí reducido a simples ocurrencias maniqueas típicas de eslóganes publicitarios (somos diferentes/somos iguales; ellos/nosotros...), vaciado por completo de toda su violencia y complejidad psicológica y social, convertido, en fin, en un simple motivo para un relato banal.

Todo muy infantil, en el peor sentido de la palabra.

martes, 23 de febrero de 2010

Cormac McCarthy, "La carretera"

Cormac McCarthy, La carretera,
Círculo de lectores / Mondadori, Barcelona, 2007.


Cormac McCarthy es, como Salinger y algunos otros, uno de esos escritores que se ocultan de los medios de comunicación y que, consecuentemente, crean a su alrededor una pequeña mitología hecha a base de fotos robadas y anécdotas deformadas. Paralelamente, su obra se ve adjetivada con la expresión de culto.


Independientemente de si lo anterior tiene influencia o no sobre ello, lo cierto es que su obra presenta peculiaridades que la convierten en especial dentro del panorama narrativo contemporáneo. La carretera es un buen ejemplo de ello.


En primer lugar, es una novela extraña en cuanto al espacio y tiempo narrativo que utiliza. Se podría hablar incluso de ciencia ficción, pero casi es mejor evitarlo, porque el objetivo no es contar una historia cuya base sea algún tipo de realidad aún no conocida, sino transmitir clásicas y tradicionales reflexiones sobre la vida del ser humano. McCarthy sitúa a sus personajes en un planeta tierra devastado y humanamente hostil. Aunque uno tiene la costumbre de asociar tal situación a una catástrofe atómica, hay demasiados supervivientes para pensar eso; más bien, el origen puede haber sido un conflicto de dimensiones globales que ha tenido dos consecuencias evidentes: por un lado, el paisaje natural y urbano ha quedado completamente destruido, arrasado, quemado; y, por otro, la humanidad ha quedado dividida en dos grupos: unos malos (que, entre otras cosas, se comen a los otros para sobrevivir) y otros buenos que escapan de aquellos. Los protagonistas de la historia, un padre y su hijo pequeño, materializan esta situación, al ser unos buenos que permanentemente tienes que huir de esos malos.


En segundo lugar, es también una novela extraña por la técnica utilizada. Por un lado, la narración de McCarthy, que oscila entre la primera y la tercera persona, es una brillantísima muestra de relato de intriga. La novela, dicho claramente, se lee de un tirón, y funciona tanto sobre la base de una intriga que debe resolverse al final (qué va a pasar con los personajes, si van a llegar a donde quieren llegar, qué va a ocurrir al final), como sobre los distintos episodios robinsonianos de supervivencia en esa inmensa isla desierta en que se ha convertido la tierra.


Por otro lado, entreverada en esa magistral narración de corte clásico que se centra en el presente, aparece un discurso interior de los personajes, sobre todo del padre, a base de sueños y recuerdos entrecortados por donde el lector entrevé algo del pasado de la historia que se le está contando. Hay en ese pasado, al menos, una trágica historia en la que está involucrada la mujer del hombre y madre del niño.


La novela, aun siendo breve, es memorable, por su extraordinaria intensidad. Probablemente, en una primera lectura la tensión narrativa de la pura acción haga que el lector no preste la suficiente atención a los fogonazos de psicología humana que salpican el relato. Pero aun así, es constante la impresión de estar asistiendo a un destiladísimo clásico combate entre el bien y el mal, en el que la mera existencia de este último sitúa al bien en la encrucijada de tener que perder su propia esencia. Y esa nítida impresión es la que obliga a hacer algo que significa el mejor elogio que se puede hacer a una obra literaria: obliga a volver a leerla.

domingo, 21 de febrero de 2010

Luis Herrero, "Los que le llamábamos Adolfo".

Luis Herrero, Los que le llamábamos Adolfo,
La Esfera de los Libros, Madrid, 2007.

"En un momento dado, Tejero se acercó a él, interrumpió la conversación y le encañonó el pecho. Adolfo dio un paso hacia delante y, con mirada de animal depredador, tan incisiva como un estilete, le dijo con voz de mando: "¡Cuádrese!. Tejero reculó instintivamente, trató en vano de mantenerle la mirada y se fue musitando maldiciones entre dientes." (pág. 228)

De todas las anécdotas que se refieren sobre Adolfo Suárez en este libro de Luis Herrero, la que encabeza estas líneas es, sin duda, la más espectacular; también es, sin embargo, la más definitoria del personaje.

Es discutible el valor de las anécdotas en la biografía de las personas. Hay quienes piensan que no son más que extractos vitales intencionadamente elevados a categorías según la imagen que se quiera dar del biografiado, y hay quienes piensan que dicen más del personaje que el conjunto de la narración convencional de su trayectoria vital.

Probablemente, no haya que quedarse en los extremos y admitir que la coherencia vital es tan importante como la reacción del personaje en concretos momentos de su vida. En este sentido, es importante no malinterpretar el sentido de la palabra anécdota: debe pensarse en ella como un momento realmente excepcional vivido por el personaje, como es el caso que nos ocupa, y no de cualquier situacioncilla más o menos extravagante.

Ese cara a cara entre el teniente coronel Antonio Tejero y el político Adolfo Súarez es, más que cualquier otro hecho acontecido durante aquellos dos días de febrero de 1981 en los que el primero ejecutó mediáticamente el golpe de estado, el que más plásticamente dibuja lo que estaba en juego y el que mejor explica el porqué de su inevitable fracaso.

Lo que estaba en juego, es obvio, era la posibilidad de una vuelta a un ordenamiento político en el que las pistolas fuesen, al final, las que dijesen por dónde ir; o sea, exactamente lo que había muerto con Franco el 20 de noviembre de 1975. ¿En qué sentido explica la anécdota el fracaso de ese intento? Pues en el de que una persona como Adolfo Suárez, precisamente nacida y formada en ese régimen, esgrime instintivamente como principio de autoridad el de la legalidad democrática: por encima del tricornio, por encima de la pistola de Tejero, está el Presidente de un gobierno elegido por el pueblo, que es quien ostenta la soberanía nacional de acuerdo con lo dicho por la Constitución.

Ese cara a cara entre Suárez y la pistola de Tejero es, por lo tanto, un cara a cara que, por su simbolismo, sirve como punto de no retorno del régimen del que ahora disfruta España. El ¡cuádrese! de Súarez a Tejero no es tanto la orden de un Presidente de gobierno, sino la orden de una España entera: de ahí su fuerza, de ahí ese quedarse sin palabras del militar.

De esa anécdota se deriva también, retrospectivamente, un hilo que puede ayudar a aprehender la figura política de Adolfo Suárez.

Así, hay algo que, una vez leído el libro de Herrero, termina por resultar evidente: en las postrimerías del franquismo, y dentro de la clase colindante con el poder, Suárez era una peculiaridad. Y está claro que fue esa peculiaridad la que le rodeó de un aura, de la que era consciente, que posibilitó su diferenciación entre las figuras políticas del momento.

La misma presencia física de Suárez fue una anomalía que jugó a su favor. Atractivo, elegante, amaneradamente circunspecto, joven. Rondando los cuarenta, sin historia política comprometida dentro del régimen, se comportó como esa imagen anunciaba que iba a comportarse: a contracorriente de lo que le rodeaba, pues era la única manera de poder encontrar un hueco. Y lo consiguió. Era tal la intensidad de esa aura, que los propios pesos pesados del franquismo, aun estando el propio Suárez en medio y medio del régimen, lo convirtieron en un auténtico símbolo del fin de época, en el enemigo más peligroso del franquismo, por el mismo de hecho de estar minándolo desde su interior: "algunos [le] llegaron a negar la ofrenda de la paz durante la celebración de la misa." (pág. 33). Otra vez una anécdota significativa.

Por otro lado, resulta irrelevante apostar por una convicción profunda de Suárez respecto de los valores de la democracia liberal. Es difícil, por lo demás, creer que alguien nacido y nunca salido de la España franquista tuviese la más mínima convicción al respecto. Lo relevante es no perder de vista que Suárez resultó ser decisivo en la Transición, porque se comportó como si, efectivamente, él mismo estuviese convencido de ello.

Es importante subrayar esto porque nos permite eludir la tentación de categorizar a la persona y luego denigrar o alabar su comportamiento en función de esa categoría. Es al revés: la primera vez que Suárez se puso la camisa azul de falangista fue en 1975, y eso sin ser falangista y eso porque se lo pidió Fernando Herrero Tejedor, su padre político. A propósito de esto, hay que recordar que el mismo arranque de la carrera política de Suárez no fue buscado por su parte, sino que fue fruto de la casualidad. Que luego se convirtiese precisamente en eso, en el comienzo de lo que le llevaría a la presidencia del gobierno, fue algo que se debió a su característico impulso vital de querer el poder; esto es, Suárez aprovechó las circunstancias que le vinieron dadas para conseguir sus objetivos personales, algo que no deja de ser absolutamente natural.

Cuando, por ejemplo, se le nombró en 1969 director general de Televisión Española, pudo haberse acomodado; no lo hizo, y utilizó el medio como una extensión de sí mismo apoyando a la figura de don Juan Carlos. Que llegase a conocer a Fernando Herrero-Tejedor, padre de Luis Herrero, personaje de cierta relevancia dentro del franquismo, fue una casualidad. Que de esa relación llegase a surgir lo que luego surgió, queda en la columna de sus haberes.

En el libro, tanto por parte de la madre del biógrafo (fuente privilegiada de información), como por parte de este mismo, la palabra usada para calificar su interés por el poder es ambición. No estoy nada seguro, sin embargo, de que esa sea la palabra adecuada. Da la sensación de que nadie puede aspirar al poder sin que se le cuelgue el calificativo de ambicioso. Suárez no sentía un "deseo ardiente de conseguir poder" (definición de diccionario), sino que se veía como una persona capaz de manejarse hábilmente en ámbitos de poder y que, por lo tanto, aspiraba legitimamente a ellos. Obviamente, podía estar equivocado en la apreciación de sus condiciones para ello, pero su interés era moralmente tan respetable como cualquier otra aspiración vital.

Ahora bien, y esto es lo verdaderamente importante, ese interés específico de Suárez era, en sí mismo, un valor. No, evidentemente, por ser anormal (no era, ni mucho menos, el único que quería el poder entre sus coetáneos...), sino porque, probablemente, de entre aquellos que compartían su perfil ideológico, político y vital era el único que lo sentía con la fuerza suficiente como para apostar decididamente por su aspiración.

Afirmar como él afirmaba delante de testigos que "cambiaría diez años de vida por uno de poder" (pág. 65) es, por un lado, una patente demostración de que se veía con la capacidad para asumir ese reto y, por otro, un indicio claro de su insatisfacción con la situación política de su tiempo; derivadamente, esa frase expone implícitamente su fe en las posibilidades que veía en el poder para cambiar las cosas. O sea, que Suárez, además de ambicionarlo, respetaba el poder.

En mi opinión, Herrero no termina de ver con claridad que Suárez, como cualquier otra persona, cambiaba con naturalidad de opinión sobre hechos factuales. Que, vuelvo a repetir, a un hombre de 40 años nacido y crecido en y dentro del franquismo se le hablase en 1975 de partidos políticos y que su reacción fuese contraria a los mismos (pág. 70) es lo más natural del mundo. ¿Qué sabía Suárez de partidos políticos y en qué sentido podía ver en ellos una necesidad imperiosa del cambio político a la muerte de Franco? Lo más lógico es que no lo viese, lo más lógico es que Suárez no pudiese ni siquiera vislumbrar que la transición del franquismo a la democracia llegase a producirse, a la larga, de una forma tan poco traumática.

Hay, pues, en Suárez, una excepcional combinación de desarrolladísimo instinto de supervivencia y de inteligencia sobre el instante, que no puede infravalorarse.

Suárez ve y asume (y en aquellos momentos ni todos lo vieron ni mucho menos lo asumieron...) que el franquismo muere con Franco y que el único sistema político que tiene viabilidad es uno en el cual alguien como él pudiese llegar a alcanzar lo mismo que él quiere alcanzar. A lo largo del relato de Herrero hay, a este respecto, otro aspecto de su personalidad que resulta palmario: Súarez no era un idealista, sino un pragmático.

Su discurso al despedirse de su cargo como vicesecretario general del Movimiento, el 3 de julio de 1975, demuestra a las claras que lo que quiere es la libertad para que cualquiera pueda llegar a aspirar no solo en sueños al poder: "Queremos democracia y la queremos en todos los ámbitos de la nación: en la política, en la cultura, en la riqueza. No admitimos oligarquía privilegiada en ningún aspecto. Nuestro tiempo es tiempo de partipación y de mayorías. La monarquía de Juan Carlos de Borbón es el futuro de una España, democrática y justa." (pág. 95) Por lo demás, impresiona que a cinco meses de la muerte del dictador, alguien cincelase en cuatro palabras lo que sería España a partir de entonces.

Su percepción intuitiva de que su proyecto personal pasaba por un cambio de régimen que permitiese a otros como él alcanzar sus mismo objetivos es, así, de una claridad meridiana. Volvemos, así, al principio: la autoridad de Suárez (y, ahora, voy más allá de lo político y entro en su misma personalidad) emana de algo muy distinto de la que emanaba la del franquismo y sus hombres. No es una autoridad que surge de la fuerza, de la tradición, de la hencia histórica de haber ganado una guerra, sino del talento personal: nada, por tanto, más democrático en sí mismo que eso, nada más liberal. Como él mismo hubo de recordarle en cierta ocasión a un grande de España: "la diferencia entre tú y yo es que el título nobiliario que tienes lo has heredadó de papá. El mío, en cambio, me lo he ganado a pulso". (pág. 223).

Así las cosas, en mi opinión, la importancia histórica de Suárez radica precisamente en eso: en que ejemplifica una nueva mentalidad soterrada durante el franquismo y que, aprovechando el momento histórico oportuno, es capaz de ponerla encima de la mesa y hacerla triunfar. Y eso lo hace él, Adolfo Suárez, y no otra persona.

La matización que el propio Herrero señala acerca del tradicional reparto radical de funciones que cierta historiografía hace entre Torcuato Fernández-Miranda y Suárez es más que pertinente: Suárez no tenía, sin duda, la enjundia intelectual del primero, pero solo con las ideas de don Torcuato no se hubiese podido conseguir lo que se consiguió. La idea principal tuvo que materializarse en Adolfo Suárez para hacerse real.