martes, 9 de marzo de 2010

Sándor Márai, "El último encuentro"

Sándor Márai, El último encuentro,
Salamandra, Barcelona, 2000.

Tres aspectos llaman especialmente la atención en esta novela: en primer lugar, la intensidad y perspicacia de la larga reflexión sobre el sentido de la vida que se desarrolla a partir del capítulo 13, como consecuencia de otra sobre el sentido de la amistad; en segundo lugar, la brillante y detallista, aunque no pormenorizada, narración de los primeros ocho capítulos, hecha a través de una retrospección que facilita la integración de sus datos en la conversación (casi monólogo) que la sigue; y, por último, la conseguida integración de estas dos partes, genéricamente tan distintas, en un todo muy coherente.

Creo que todo lo anterior es más que suficiente para explicar por qué la novela resulta tan interesante de leer y por qué la impresión final es tan buena, casi de novela perfecta en un sentido técnico de la expresión.

Ahora bien, precisamente porque la novela da esa sensación de perfección, es por lo que el lector puede sentirse tentado de ponerle algunos reparos, aunque al final esto no hable sino a favor de la novela, que parece mantener su calidad a pesar de ellos. A mí se me ocurre uno, aunque en realidad terminen por ser dos.

El principal reparo que se le podría poner a la novela es el monopolio que ejerce sobre la historia el punto de vista de uno de los dos protagonistas, el general. Dicho de otra forma, aunque el texto intenta recordar al lector que el otro protagonista, Konrád, aunque pasivo durante el encuentro, confirma la narración y comparte la reflexión del general, no deja de resultar algo frustrante su silencio. Y más cuando, explícitamente, se niega a responder a una de las preguntas que atormentan al general... ¿Por qué se niega, además? El lector puede tener la sensación de que toda la minuciosa, brillante, racional e incisiva verborrea del general queda aniquilada ante el silencio del amigo. A lo mejor todo es aún más complejo (¿sencillo?) de lo que aquel se cree, algo que parece él mismo atisbar en las últimas palabras que le dirige.

Por otro lado, también resulta opaco el personaje de Krisztina. Como en el caso de Konrád, lo que sabemos de ella sólo lo sabemos por el general: no tiene ninguna autonomía más allá de los recuerdos de este. Nada sabemos, pues, de sus motivaciones.

Al final, se impone una perplejidad: resulta sorprendente que un alegato tan extraordinario sobre la amistad, como el que hace el general, se base en una narración de hechos tan "egoísta"...

sábado, 6 de marzo de 2010

John Boyne, "El niño con el pijama de rayas"

John Boyne, El niño con el pijama de rayas Salamandra, Barcelona, 2007.

Esta novela es, antes que nada, una estafa intelectual y una estafa literaria.

Intelectualmente, se ha vendido a la opinión pública una narración escrita específicamente para niños como una novela para adultos. En ninguno de los dos sentidos funciona, pero, en el segundo, el resultado es, sencillamente, un ejemplo prototípico de best seller, conformado por cuatro rasgos característicos: una historia superficial que se sostiene sobre una intriga absurda; un tema de fondo muy serio para hacer creer que hay algo de enjundia; unos personajes que apenas son esbozos de lo que son las personas; y una narración con ritmo y entretenida. En cuanto a su lectura por parte de niños o jóvenes, es tan equivocado el mensaje y la visión de la realidad que ofrece, que ni como mero entretenimiento se puede recomendar.

Desde el punto de vista estrictamente literario, la novela es una estafa porque el interés de la historia sólo se sostiene sobre un par de intrigas que, una vez resueltas, dejan a la novela bloqueada a efectos de una segunda lectura.

La primera intriga está relacionada con uno de los grandes atractivos que la novela tendría en un principio: la perspectiva de un niño sobre ciertos aspectos del nazismo y de la política de estos con los judíos. El problema es que no hay ninguna perspectiva, por la sencilla razón de que el punto de vista del niño solo lo es sobre aspectos puramente superficiales, esto es, lo que se nos narra no es la interpretación o reflexión que el niño hace sobre lo que ve, sino que simplemente se nos refiere que no sabe qué es lo que ve. Dado que el lector adulto a las diez páginas sí sabe de qué se trata, deja de tener el más mínimo interés que el niño lo sepa o no, pues dado que el discurso de este nunca termina de superar esa ignorancia, todo se reduce a eso. En cuanto a la lectura que podría hacer un niño de estas páginas, dado que aquello que el protagonista no sabe, nunca termina de mostrarse con un mínimo de rigor aceptable, el impacto que causa es, probablemente, el mismo que causa cualquier novela de misterio.

La segunda intriga, la causa de la desaparición final del niño, tiene un problema similar. Una vez que el lector se entera de cómo ha sido, deja de tener interés, por la sencilla razón de que la novela lo presenta como un sencillo fruto de una casualidad: da igual, por tanto, que haya sido así o que, por ejemplo, hubiese sido porque el niño se hubiese caído a un río. Así las cosas, dado que el protagonista llega a lo que llega gracias a una situación sencillamente inverosímil (dos niños en un campo de concentración que pasan por debajo de la alambrada como Pedro por su casa), que, a su vez, deriva en una lamentable confusión, la causa directa de su muerte queda convertida en una simple y curiosa anécdota, cuya fuerza significativa no tiene nada que ver con la novela, sino con los conocimientos históricos del lector (aunque, probablemente, solo del lector-adulto...).

Así, pues, nada de lo que se cuenta en la novela tendría el más mínimo interés si no supiésemos cuál es la realidad histórica que subyace, pero la novela, al ocultarlo y convertirlo en un simple recurso de intriga, lo despoja de todo su valor y profundidad, dejándolo en la nada más absoluta.

En consecuencia, se trata, también, de una estafa intelectual porque no solo no ofrece ni una sola nueva perspectiva literaria sobre el holocausto, ni una sola reflexión, ni un solo pensamiento medianamente interesante al respecto, sino porque lo trivializa al reducirlo a un simple pretexto para desarrollar una intriga vulgar, para la que podría haber empleado cualquier otro motivo de misterio sin que nada cambiase.

Esto es, precisa y exactamente, lo peor de la novela (razón de peso para evitar por todos los medios que caiga en manos de cualquier adolescente): el uso que se hace en esta novela del holocausto, que queda aquí reducido a simples ocurrencias maniqueas típicas de eslóganes publicitarios (somos diferentes/somos iguales; ellos/nosotros...), vaciado por completo de toda su violencia y complejidad psicológica y social, convertido, en fin, en un simple motivo para un relato banal.

Todo muy infantil, en el peor sentido de la palabra.