martes, 23 de febrero de 2010

Cormac McCarthy, "La carretera"

Cormac McCarthy, La carretera,
Círculo de lectores / Mondadori, Barcelona, 2007.


Cormac McCarthy es, como Salinger y algunos otros, uno de esos escritores que se ocultan de los medios de comunicación y que, consecuentemente, crean a su alrededor una pequeña mitología hecha a base de fotos robadas y anécdotas deformadas. Paralelamente, su obra se ve adjetivada con la expresión de culto.


Independientemente de si lo anterior tiene influencia o no sobre ello, lo cierto es que su obra presenta peculiaridades que la convierten en especial dentro del panorama narrativo contemporáneo. La carretera es un buen ejemplo de ello.


En primer lugar, es una novela extraña en cuanto al espacio y tiempo narrativo que utiliza. Se podría hablar incluso de ciencia ficción, pero casi es mejor evitarlo, porque el objetivo no es contar una historia cuya base sea algún tipo de realidad aún no conocida, sino transmitir clásicas y tradicionales reflexiones sobre la vida del ser humano. McCarthy sitúa a sus personajes en un planeta tierra devastado y humanamente hostil. Aunque uno tiene la costumbre de asociar tal situación a una catástrofe atómica, hay demasiados supervivientes para pensar eso; más bien, el origen puede haber sido un conflicto de dimensiones globales que ha tenido dos consecuencias evidentes: por un lado, el paisaje natural y urbano ha quedado completamente destruido, arrasado, quemado; y, por otro, la humanidad ha quedado dividida en dos grupos: unos malos (que, entre otras cosas, se comen a los otros para sobrevivir) y otros buenos que escapan de aquellos. Los protagonistas de la historia, un padre y su hijo pequeño, materializan esta situación, al ser unos buenos que permanentemente tienes que huir de esos malos.


En segundo lugar, es también una novela extraña por la técnica utilizada. Por un lado, la narración de McCarthy, que oscila entre la primera y la tercera persona, es una brillantísima muestra de relato de intriga. La novela, dicho claramente, se lee de un tirón, y funciona tanto sobre la base de una intriga que debe resolverse al final (qué va a pasar con los personajes, si van a llegar a donde quieren llegar, qué va a ocurrir al final), como sobre los distintos episodios robinsonianos de supervivencia en esa inmensa isla desierta en que se ha convertido la tierra.


Por otro lado, entreverada en esa magistral narración de corte clásico que se centra en el presente, aparece un discurso interior de los personajes, sobre todo del padre, a base de sueños y recuerdos entrecortados por donde el lector entrevé algo del pasado de la historia que se le está contando. Hay en ese pasado, al menos, una trágica historia en la que está involucrada la mujer del hombre y madre del niño.


La novela, aun siendo breve, es memorable, por su extraordinaria intensidad. Probablemente, en una primera lectura la tensión narrativa de la pura acción haga que el lector no preste la suficiente atención a los fogonazos de psicología humana que salpican el relato. Pero aun así, es constante la impresión de estar asistiendo a un destiladísimo clásico combate entre el bien y el mal, en el que la mera existencia de este último sitúa al bien en la encrucijada de tener que perder su propia esencia. Y esa nítida impresión es la que obliga a hacer algo que significa el mejor elogio que se puede hacer a una obra literaria: obliga a volver a leerla.

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